Larga vida a Las Yeti

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Siempre me causó curiosidad que en el colegio, ninguna compañera me tratara de quitar el puesto de la esquina pegado a la ventana. De hecho, siempre me lo tenían medio reservado. No me quejo,  seguro era el más frío de la sala, pero el más valioso.  El único que tenía la vista completa a la cordillera, cuando estaba nítido se veía cada casa de Farellones, hasta el último copo de nieve que cayó.

Este privilegiado puesto en el que habité por probablemente todo los años del colegio, fue la cuna de mi nostalgia cuando no había nieve y de mi ansiedad cuando si la había. La causa de muchas cimarras para subir y la causa de nunca entender los logaritmos. Fue también la causa de mi curiosidad ante la sorpresa de que nadie más parecía darse cuenta del valor de mi puesto… Con el tiempo entendí que a muchas no les gustaba el frío, a otras nunca les había llamado la atención la altura, otras simplemente tenían mayores placeres.

Luego con otro tiempo fuimos cruzando caminos entre las Yeti, que probablemente tenían el mismo puesto que yo en sus salas de clases, y fuimos gozando en bandadas, dando vueltas por la montaña y con la energía del poder femenino cuando andan juntas. Princesas Yeti.

Con más tiempo, algunas fueron bajando de las alturas y otras dando vueltas por ahí y por allá, al fin y al cabo, el reinado femenino Yeti es más disperso y pareciese que los hombres se toman nuevamente el reino. Hubo reinas y vienen princesas, pero por alguna curiosa razón, esa intensa pasión, la que va más allá de esquiar, sino que esa pasión de habitar la montaña, la pasión que te hace levantarte temprano con frío y viento blanco, quizá a andar sola, creo intuir que habita en menos corazones femeninos que masculinos.

Y entonces, después de andar con esta sensación dando vueltas en el cuerpo entero, con el tiempo conocí a las Legendarias Reinas Madres Yeti. Las primeras, segundas y ya terceras generaciones que han mantenido el legado femenino en la montaña. Las que prenden su fueguito en la mañana, las que se levantan antes a calentar el cuerpo, no importa el  sueño , las que cuidan sus lesiones, las que siempre anda con colaciones para todos, las que siempre tienen el lip stick y el paño para limpiar antiparras. Las que pasan frío y miedo en tormentas blancas y vamos dandole igual. Las que gozan cada atardecer y cada amanecer también. Las que se alistan cuando el pronostico anuncia sorpresas para los próximos días. Las que han aprendido levantándose después del porraso.  Las que se atreven a seguir los bamboos cuando no se ve nada, las que salen a caminar para sentir el aire bien helado en los cachetes y narices rojas. Las que escogen mañanas caminando por hielo, antes que un verano tropical. Las que tejen sus propios gorros, las que arman sus propias fijaciones y equipo, un poco de aquí y un poco de allá. Las que fueron y son patrullas, las que enseñan, las que te levantan. Las que caminamos para ir más allá de los limites de los centros, las pioneras solitarias, las que suben, suben y suben toman solsito como una dama y bajan rompiéndola cerro abajo. Las que viajan, peso a los hombro y cerro arriba. Las que no tienen miedo y las que tienen miedo y se atreven igual.  Las que nos esperan con la sopa de tomate en la casa. Las que te dicen que te abrigues un poco más, y siempre tienen razón. Las que nos enseñaron a prender ese fueguito, a salir a caminar, a diferenciar a un cóndor por su único vuelo y sus delicados detalles blancos, a admirarlos y agradecerle por compartirnos sus tierras. A desprenderse del frío, a vivir en un pueblo de montaña, a olvidarse de los limites que nos pone la cabeza, a admirar y agradecer a la gloriosa montaña. Las que nos enseñaron a amar la montaña. Y  entonces, las admiro el doble, seremos menos, pero estamos con todo.  ¿Quién dijo que el abominable hombre de la nieve era hombre?

Vivan las princesas y vivan las reinas Yeti.